B@LEÓPOLIS | Ocurrió en Menorca
El Ictíneo, obra de Monturiol y Monjo, II antes de su botadura en 1865
Obsesionado y triste por el fracaso del que tenía que ser su gran proyecto, Joan Monjo comenzó a escribir Sufrimientos morales que me ha causado el Ictíneo. Tenía poco más de cuarenta años cuando su vida se cruzó con la de Narcís Monturiol, aquel inventor dispuesto a construir un submarino. Al menorquín le tocó poner los pies en la tierra y los planos a las utopías del genio catalán. Dos emprendedores que acabaron con su aparato en el desguace para pagar las deudas.
Había acabado sus estudios en la recién inaugurada Escuela de Maquinaria de Barcelona y, con la maleta hecha, soñaba con embarcarse. Sin embargo su familia y su corta edad, tenía sólo trece años, se lo impidieron. Había nacido en Mahón en 1818 y con apenas ocho años se trasladó a la Ciudad Condal ya huérfano de padre.
Visitante habitual de los astilleros de la zona, Joan Monjo veía crecer su fama como ingeniero naval. Aprendió náutica y arquitectura naval en la Casa de la Lonja, trabajó como profesor en una escuela municipal y se convirtió en maestro de la mayoría de constructores del Levante. En un impasse abandonó el mar, se formó en comercio y se pasó cinco años en Cuba ejerciendo.
Cuando regresó a Barcelona, su sueño seguía teniendo la forma de un casco y un ojo de buey. Su experiencia como profesor le avalaba como teórico e ingeniero mientras que, en la misma ciudad, Narcís Monturiol se hacía famoso por una utopía. Era 1856 y, desterrado en Cadaqués, observaba la recolección de coral. Impresionado por aquellos pescadores que se sumergían a pulmón libre para conseguirlo, pensó en idear un invento que les ayudara.
No se sabe, aunque parece probable, si Monturiol conoció los experimentos submarinos de Fulton a principios de siglo. El catalán había bautizado su proyecto como un «barco pez» que sería útil no sólo para la detección de nuevos bancos de coral y la investigación científica sino también para un posible uso bélico.
Pronto se convirtió en propagandista del nuevo proyecto y, a fuerza de empeño, logró constituir una sociedad que aportó los 2.000 duros para la construcción de un prototipo en 1857. Un año después, Joan Monjo entraría en su vida. El menorquín trazó los planos generales y de detalle del submarino y dirigió personalmente su construcción.
Aquel primer Ictíneo –nombre definitivo del aparato– tenía 7 metros de eslora, doble casco de madera y propulsión manual. Su primera inmersión se produjo en 1859 en la Barceloneta. Para sumergirse, se inundaban unos depósitos y después se impulsaba el submarino con hélices horizontales. Durante sus cuatro años de vida realizó 54 inmersiones, pero la falta de un mecanismo de generación de oxígeno las limitaba a tres horas de duración.
La comunidad científica apoyó la iniciativa, los ministros de Marina y Fomento asistieron a sus pruebas y Monturiol se empeñó en que la reina Isabel II adquiriera el submarino para la Armada. La implicación del gobierno español resultaba fundamental para financiar un segundo prototipo, pero nunca llegaba. Cansado de la espera, el dúo Monturiol-Monjo abandonó las negociaciones en septiembre de 1862. Gracias a la suscripción popular recaudaron el doble y emprendieron la construcción de un segundo submarino finalizado en 1865.
Para entonces, los avances en el Ictíneo eran considerables. Con la eslora ampliada hasta los 17 metros, era capaz de sumergirse 30. Sus principales novedades eran dos: la instalación de un mecanismo que generaba oxígeno –se calculó la provisión de unos 28 litros– que permitió una inmersión de más de siete horas. Por otro lado la propulsión humana se sustituyó por una máquina de vapor.
Las reacciones exotérmicas de aquella máquina fueron una señal del fin del invento. La temperatura resultante volvía el ambiente del interior del submarino tan insoportable como la situación en la empresa Monturiol-Monjo. Sus discrepancias en el proyecto fueron un paso más hacia el fracaso. La falta de apoyo oficial acabó con el dinero y las ilusiones. Sobre la mesa, los planos para un ictíneo de guerra ofrecido sin éxito al gobierno. Se abandonaron las pruebas, quebró la Sociedad Navegación Submarina y el submarino fue enviado al desguace para pagar las deudas.
Joan Monjo se refugió en la enseñanza. Cabizbajo en su estudio, el menorquín repasaba las obras que, aunque fuera en lo teórico, iba a legar a la posteridad: un par de manuales de arquitectura naval y otros tantos aún por publicar. Bajo la pluma, una obra de carácter más íntimo que permanecería inédita durante un siglo más: Sufrimientos morales que me ha causado el ictíneo. Junto a un par de piezas con su firma rescatadas por el Museo Marítimo de Barcelona eran los únicos restos que sobrevivieron al naufragio empresarial del submarino.
Baleàpolis (El Mundo)